Rosa Sánchez de la Vega. Escritora
Madrid, a 4 de octubre de 2023
Mi hogar, mi gente, mis cosas. «Todo cuanto tuve y todo cuanto necesitaba», me digo en ese ensoñamiento dulce y amargo que te da el alcohol, la tristeza, la rabia. El recuerdo de aquello que quise y no cuidé. Cerrar la puerta suave, muy suave, y caminar a ninguna parte, sin decir adiós, sin despedirme de nadie.
Mi vista, mis ojos, mis pestañas. Allí donde miro. Allí donde estoy. Hojas verdes mojadas de rocío y brotes de primavera que emergen de ramas secas de invierno techan el cielo. No recuerdo haber sentido tanta paz.
Mis piernas, mi espalda, mis brazos. Descanso mientras estoy tumbado en el banco. Contemplo durante un segundo, un minuto, una hora. El paso del tiempo que se va. El calor sofocante del verano en las peores horas. En todas ellas. Todo el día.
Mis oídos, mi cabeza, mis labios. Me estremezco. Siento la humedad de la lluvia que quizás cayó mientras dormía. Una neblina temprana anuncia el otoño. Silenciosas caen ya las primeras hojas marrones, rojizas, ocres. Las siento. Las noto. Quieren despertarme como lo hacen las madres los primeros meses, los primeros años. O tal vez me tapen y me disfracen para que nadie me mire, me rechace o se gire hacia otro lado porque, si apartan la mirada, no se amargan las vistas del paseo.
Mis dedos, mis manos, mi nariz. Están helados. La nieve ha caído sin descanso. Alguien ha colocado una manta sobre mí. Pero el frío me invade. En un tremendo esfuerzo intento cubrirme la cara y taparme las manos. No puedo. El dolor es insoportable tanto como el si
lencio.
Algo se me acelera dentro. Lo oigo. Me escucho. Suenan tambores y siento en mi pecho el golpeo agitado de las baquetas cada vez más alto, más fuerte. Me agito y sudo mientras el sonido llega a su máxima expresión. Después… todo se aleja. Sin prisa. Un lejano golpeteo. Apenas escucho el timbal. Todo se ralentiza, se para. No hay luz. No hay dolor.
Mis ojos, mis piernas, mi cabeza, mis dedos. Yo. No veo las hojas verdes brotando y el calor se ha ido. Sin embargo, ya no siento frío. No hay neblina y tampoco sé si ha amanecido. En pocos días no habrá nada y nadie mirará hacia otro lado. No estaré. Nunca hubo un banco. Y nunca más se supo de mí.