Madrid, a de febrero de 2023
Rosa Sánchez de la Vega. Escritora
Quizás no sea para tanto. Apenas duele y en nada dejaré de sentir.
El golpe ha sido mortal, desde esa altura es difícil salvarse y en el caso de que pudiera sobrevivir, sería con muy poca calidad de vida.
He sentido la gravedad de mi cuerpo cogiendo velocidad buscando un freno, la dureza de un muro, la suavidad de una almohada. Quizás sea eso lo que sienten las aves cuando aprenden a volar, aunque no deja de ser algo iluso porque ellas no se estamparían contra el suelo con la misma violencia que acabo de hacerlo yo.
Oigo gritar a la gente, como si estuvieran a kilómetros de mí y sin embargo veo borrosa su imagen inclinada sobre mi cuerpo.
Sirenas que se aproximan ávidas de llegar a tiempo. A tiempo de qué. Estoy muerto y ya poco podrán hacer por mi. Estoy si no del todo, a punto de dejar de existir.
Este es el final que mi destino tenía preparado. Me muero y sin embargo sigo sintiendo cosas tangibles: voces, sirenas, aparatos sobre mi pecho, manos, guantes, palabras, ecos….
Mi vida pasea delante de mis ojos, a pesar de tenerlos cerrados, o quizás precisamente por eso. Me pregunto si iré a reunirme con mi padre, quien nunca aceptó que fuera de otra manera.
¿Seguirá pegándome también allí?
Prefiero ir a cualquier otra parte y descansar eternamente en paz.
Si eres diferente no hay sitio para ti. Todo está medido, eres una estadística, una gráfica, un molde y todo lo que no sea igual que esos patrones, no se acepta. Voy a irme y no sé a donde iré. Puede que tenga que seguir sufriendo eternamente. Tal vez no. Quizás consiga ser feliz siendo yo mismo.
Sobre la cama, Manuel ha dejado una nota de despedida:
A veces quisiera perderme
correr, saltar, volar
que fuera mío ese instante.
Rebeldía, abandono, estallido
y en ese impulso, ese vuelo, ese salto,
todo cuanto me rodea, supiera de mi necesidad de descanso, de desaparecer.
Si estorbas, molestas, sobras,
si ya no puedas más de ese incesante goteo,
a veces quisiera perderme
dejar de existir.
Manuel
Las sirenas se oyen lejanas; Manuel espera su autobús medio encogido, con la cabeza cubierta con su capucha. Dos chicos y una chica, se han sentado en la marquesina y le miran sin reparo. Él desconfía, se asusta y agita su pecho, la ansiedad le ahoga. Busca angustiado un refugio imaginario pero recuerda su nota sobre la cama, y el instante en el que estuvo a punto de tirarse por la ventana. Así que endereza su espalda y descubre su cabeza al tiempo que se vuelve hacia los chicos, y se cruzan sus miradas. Manuel se recompone, intenta controlar su respiración, su corazón late sin carreras. El autobús ha hecho su parada y él se queda el último para subir.
—¡Eh tú!—le dice uno de los chicos.
—¿Yo?—contesta temeroso Manuel.
—Sí, tú. Sube, estabas el primero.
Manuel, ocupa uno de los asientos y mira por un momento la ventana del sexto piso de su habitación. Una chica se sienta junto a él y le dibuja una sonrisa.
A su vuelta la nota seguirá sobre su cama y él habrá cerrado la ventana.