Rosa María Sánchez de la Vega. Escritora.
Madrid, a 1 de octubre de 2023
No solo ser bueno, sino ser el mejor. La vuelta al cole. Recuerdo de niña, y de eso hace ya unos cuantos años, que no existían las actividades extraescolares. Al menos no como tal, sí había clases particulares y eso ya llevaba consigo la connotación de que necesitabas un refuerzo, pero no tenían nada que ver con enseñarte a montar a caballo, jugar al tenis, nadar, incluso a correr, aprender a tocar algún instrumento musical o siendo aún más exclusivo enseñarte el arte de la esgrima. Una lista interminable de cosas que puedes hacer cuando hayas terminado las clases diarias.
Digo cosas impensables y desconocidas al menos para algunas generaciones en las que me incluyo. Llegué tarde en el aprendizaje de las matemáticas y lectura principalmente con un método: “Kumon”, una red educativa con sede en Japón y creada por Toru Kumon.
Mi infancia, como la de muchos, no transcurrió persiguiendo ser el mejor, sino aprendiendo mientras jugaba. Quizás en esa lista de actividades extraescolares no se incluya precisamente eso: “jugar”, porque puede que esa actividad innata, se haya convertido en algo desconocido para los niños que ya están metidos de lleno en el curso escolar, y más que nada en las actividades que prolongan la llegada a casa, el tiempo de ocio.
Aprendíamos a nadar en verano, que era cuando las piscinas municipales abrían, antes no se gastaba tanta agua en remojarte de vez en cuando en la tuya propia, privada. No había profesor de natación, ni un equipo completo de gorro, gafas, escarpines y por supuesto un bañador cuyo diseño y composición ya te garantiza hacer una buena marca.
Con suerte te sujetabas al flotador con cabeza de cisne o con dibujos de tiburón, que ahora se han vuelto muy peligrosos porque puedes colarte por el enrome agujero. Algunas veces un buen amigo te empujaba y caías irremediablemente al agua y movíamos los brazos y las piernas por puro instinto de supervivencia como hacen los animales, esos a los que llamamos no racionales. Siempre; eso sí, bajo la atenta mirada y los gritos de tus amigos que desde el borde de la piscina se reían de tu torpeza y vigilaban por si fuera necesario tirarse a salvarte.
Días después, ya nadábamos a braza, a crol, incluso de espaldas aunque nos tragásemos entre todos la mitad del agua de la piscina. Aprendíamos a nadar. A disfrutar del verano, de tus amigos. No a ser el mejor.
Aprendíamos a montar en bicicleta cuando no existían los ruedines. De la misma manera que aprendimos a nadar, los que ya sabían, te montaban en la bici, y te daban un empujón para que cuesta abajo solo tuvieras que mantener el equilibrio, esa era la primera lección. La segunda consistía en frenar, y como la mayoría de las veces la bicicleta te quedaba grande, al final de la calle te tirabas literalmente de ella y aterrizabas en la cuneta, con algún pequeño rasguño que a fin de cuentas era la señal de que habías estado jugando.
Aprendimos a jugar a tenis porque lo veíamos en la tele y lo imitábamos con raquetas de madera y pelota. Una sola que te hacía correr cada vez que perdías el punto. Aprendimos a jugar a futbol, chicos y chicas detrás de un balón. Juego en equipo.
En otoño con las lluvias las canicas era un juego de contacto con la tierra. Un “gua” y en los bolsillos nuestra favorita; la bola ganadora. La lima que se lanzaba y se clavaba en la tierra embarrada y dura. Todo un logro. Una hazaña. Si el invierno venía frío, la nieve se convertía en una batalla de bolas. O un simple plástico en un trineo improvisado.
Aprender a disfrutar. No a ser el mejor.
Ahora vivimos en la inmediatez, la competición y por supuesto ganar. Ser el mejor en todo, que para eso me han apuntado a las actividades extraescolares. Desde la guardería. Porque es importante no aburrirse. Igual eso mismo, el aburrimiento, es la mejor forma de aprender a divertirse.
Queremos que sean los mejores en todo y en ese recorrido se nos olvida que el mejor aprendizaje es disfrutar. Ser el mejor no es necesario. Ser feliz sí.