Recuerdo de un infausto episodio

OPINIÓNRecuerdo de un infausto episodio
Rafael Fraguas

Rafael Fraguas.

Madrid, a 25 de febrero de 2024

Han pasado 43 años desde aquel infausto golpe de Estado que puso en vilo la naciente democracia en España. Los representantes soberanía nacional, elegidos democráticamente por el pueblo, fueron secuestrados a mano armada por uniformados militarizados. Con su actitud, reproducían el flagelo que había azotado a la política española desde mediado el siglo XIX. Fue entonces cuando altos mandos de los ejércitos españoles adquirieron la recurrente manía de intervenir a su antojo en la política del país. Y lo hacían con autonomía plena. Mas lo grave fue que aquel 23 de Febrero de 1981 concernía al siglo XX, cerca ya del XXI y el empellón armado contra la principal de las instituciones democráticas se convertía en un siniestro rittornello. ¿Quién, por qué y para qué alguien ideó todo aquello? ¿Cuál era su propósito último?¿Hasta dónde se quería retroceder?

Los españoles tenemos derecho a saber qué sucedió. Tenemos, además, la costumbre de achacar nuestros males a fuerzas externas. Pero, los que saben de esto, dicen que también somos el país más autocrítico. Desde luego en el mundo y sobre todo durante la Guerra Fría, nada ocurría de manera casual intramuros de los países ni sin profundas interconexiones exteriores. Vayamos a la situación y al contexto que precedieron al golpe de aquel malhadado febrero.

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A juicio de este cronista, el dato político interno más relevante de aquella víspera era, según ya se sabe, el hartazgo que Juan Carlos I sentía hacia el presidente del Gobierno Adolfo Suárez (1932-2014), cuyo ciclo político creía agotado. El Rey mostró, al parecer informalmente, su desagrado con el jefe del Gobierno y alguien, de uniforme, tomó nota: su antiguo preceptor, el general Alfonso Armada Comín (1920-2013). Imbuido presuntamente por resabios gaullistas, pergeñó un deficiente plan pseudo-político para derrocar a Adolfo Suárez e instalarse, quizá él o bien otro de su mentores, al mando del Gobierno de la nación. Así recuperaría el intermitente favor real hacia él, ora perdido ora recobrado, en la supuesta creencia en que satisfaría el interés soberano.

Pero el dato interno complementario fue que Suárez sería –sorprendentemente– traicionado por su propio partido, la centrista Unión de Centro Democrático, UCD, una alianza contra-natura de fuerzas exfalangistas, democristianas, liberales y levemente socialdemócratas, (casi todas ellas susceptibles de influencias foráneas) en una víspera electoral que auguraba la victoria de la izquierda, hasta entonces en la oposición.

¿Había quizás una ofensiva terrorista de ETA que explicara lo sucedido? Desde luego que la había. Nunca dejó de haberla hasta el mandato del líder socialista José Luis Rodríguez Zapatero, muchos años después, concretamente el 20 de octubre de 2011 cuando la organización vasca anunció el cese de toda actividad armada. Es preciso tener en cuenta que, lejos de simpatizar o sucumbir ante el terrorismo, el país, atemorizado ante la posibilidad de una nueva guerra civil de gran intensidad, soportaba aquella cruel guerra a quemarropa iniciada en 1967 pero, a la postre, definida por los expertos como de baja intensidad. Eso sucedía en el orden interno y, contrariamente a visiones derrotistas, explicaría algunos porqués de la época hasta hoy inexplicados.

La Coalición de la Guerra Fría

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En el orden externo, Occidente afrontaba años decisivos. Estados Unidos quería mantener y ampliar la Coalición de la Guerra Fría, como la definiera y teorizara brillantemente el jurista y politólogo valenciano Joan Garcés, asesor de salvador Allende y de Francois Mitterrand. Fue a la sazón cuando Washington se propuso garantizarse que España no basculara hacia la izquierda, por temor a que el comunismo, fuerte en Italia, en Francia y Portugal, aprovechara la coyuntura para plantar cara a los intereses económicos, militares y políticos de Washington en la arena europea. El general Vernon Walters (1917-2002), director adjunto de la CIA, traductor de siete presidentes estadounidenses, embajador en Alemania Occidental e hispano-galegoparlante, trazaba los planes políticos de Washington para el Sur de Europa, con la ayuda, entre otros, de Frank Carlucci (1930-1918), futuro secretario de Defensa estadounidense y muñidor de operaciones clandestinas contra regímenes progresistas como Portugal, entre otros.

Dos años antes, la primera fase de la revolución iraní, al otro extremo del arco de intereses geoestratégicos estadounidenses, había desalineado abruptamente a Irán de la esfera de influencia norteamericana en el suroeste de Asia. La Casa Blanca percibía que el naciente régimen de Teherán, aún desprovisto de la plena hegemonía islamista, podría alinearse con Moscú. Con ese posible fardo geoestratégico a cuestas, la bipolaridad con la Unión Soviética peligraba con escorarse en demasía hacia el Este comunista, lo cual convirtió a España, situada en el Extremo Oeste de Europa y con tres fachadas geoestratégicas a tres continentes, en una baza geopolítica crucial para el tipo de dictado ideo-político impuesto al Viejo Continente desde allende el Océano Atlántico.

Claveles portugueses, rosas rojas españolas

El riesgo de un supuesto e inminente giro comunistizante en España era contemplado con horror, infundado pero real, por Washington. No quedaba lejos la revolución de los claveles, en Portugal, que en abril de 1974 despachó a la dictadura salazarista-caetanista y erigió un régimen democrático de hegemonía de izquierda. No le había bastado a Washington mirar para otro lado cuando un año antes ETA asesinaba a Carrero Blanco tan cerca de su Embajada en Madrid. Los analistas estadounidenses ponderaban entonces que si el almirante sucedía a su muerte a Franco, desprovisto Carrero de la base de masas del dictador y de su carisma, la hegemonía de la iniciada transición a la democracia en España recaería sobre el Partido Comunista que, en el arranque de los años 70, hegemonizaba la lucha contra la dictadura y por las libertades en los tajos, las aulas, las calles y algunas iglesias.

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Washington y sus servicios de Inteligencia recelaban aún ante la posibilidad de que el PSOE, si ganaba las siguientes elecciones, adelantadas seis meses a octubre de 1982 y si necesitara coaligarse, pudiera entrar en coalición y verse abducido por los comunistas, con una posible revisión del estatuto o incluso la presencia en suelo español de las bases norteamericanas de Rota, Torrejón y Zaragoza, “la diagonal trágica”, como la definían entonces sectores opuestos a la presencia estadounidense en nuestro país evocando la dramática geometría plasmada en torno a 1435 sobre la tabla al óleo El descendimiento (De Kruisafneming) del pintor flamenco Roger van der Weyden.

Por ello, toda presión estadounidense sobre el PSOE era poca; en el partido de la rosa roja, Washington contaba con amigos y sintonías puestas en cuestión por Izquierda Socialista, un ala marxista prestigiosa pero políticamente débil. Poco a poco, el partido de Pablo Iglesias interiorizaría aquella presión insuperada. Felipe González, durante el XXVIII Congreso socialista ordinario, en el mes de mayo de 1979, dimitiría de la Secretaría General del PSOE para forzar el abandono del marxismo, cosa que consiguió en un posterior congreso extraordinario, después de que Enrique Tierno Galván informara a algunos congresistas de que si no se abandonaba tal adscripción ideológica, los carros de combate tomarían las calles de Madrid. Era septiembre de 1979, año y medio antes del 23 de febrero de 1981.

Ni derecha ni izquierda

En tan enjundiosa coyuntura política, Estados Unidos maniobró como solo las superpotencias saben hacerlo: con todo lo que estaba a su alcance. La Embajada de Estados Unidos en Madrid, a sabiendas de lo que varios grupos de uniformados españoles planeaban contra la democracia, pese a que la flota estadounidense estaba alerta desde poco antes del 23 de febrero, no consta que informara de lo que sabía al respecto y no alertó a Madrid de lo que estaba a punto de suceder. Y no lo hizo, muy presumiblemente, porque con miras a integrar a España en la OTAN, integración que Washington consideraba prioritaria, sabía que el sentimiento antiestadounidense en España era amplia y simultáneamente compartido, por distintos motivos, por la derecha y por la izquierda españolas.

Para la derecha, porque aún pensaba en el expolio del imperio español a manos de los norteamericanos desde la crisis y la derrota de 1898. Y para la izquierda, por el abrazo en 1959 del presidente Dwight Ike Eisenhower, general de cuatro estrellas, al general y dictador español Francisco Franco -de colega a colega-, a expensas de los sueños de libertad de los demócratas e izquierdistas españoles, lo cual implicaba el espaldarazo sine die de Washington a su dictadura.

Estas disquisiciones llevan a ubicar el intento de golpe de Estado del 23 F en coordenadas y contextos muy poco evocados; lo cual permite colegir que, extramuros, quien más se benefició políticamente de aquella asonada uniformada en el Congreso de los Diputados sería la OTAN. Y ello porque la posibilidad de que las jerarquías de las Fuerzas Armadas españolas irrumpieran de nuevo en la política española, como Franco había hecho durante 40 años, aterrorizaba a los españoles. Tras el asalto al Congreso el 23 de febrero de 1981, un gran miedo impregnó las conciencias de miles de seguidores de la derecha y, mucho más todavía, de la izquierda; miedo que resultaría decisivo a la hora de hacer tragadera la integración de España en la organización militar supranacional en un futuro referéndum, que sería convocado por el PSOE el 31 de enero de 1986, tras abandonar la inicial consigna OTAN, de entrada no.

Apagón en el recuento

Tras un apagón de más de una hora en el recuento demoscópico de los votos, apagón confirmado por fuentes sociológicas, a partir de las posteriores cifras oficializadas ganó el Si a la integración en la Alianza Atlántica, con un 56,85%, con una participación del 59.4% del censo, frente a 6 millones 900.00 votos en contra, No, y 1 millón 300.000 votos en blanco y nulos.

El argumento era sencillo para los mentores de esta fórmula: si las Fuerzas Armadas españolas se integraban en la OTAN, desaparecería la autonomía que les había llevado históricamente a ingerirse en la vida política del país con asonadas, golpes de Estado y dictaduras militares como las de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco. Esta fue la argumentación aventada entonces por los mentores otanistas, foráneos y locales, que también los hubo y, por cierto, muy bien remunerados.

Lo grave fue que omitieran ante la opinión pública española que dos países pioneros de la integración en la OTAN, Grecia y Turquía, habían sufrido sendas dictaduras militares de extrema derecha años antes, sin que la Alianza Atlántica perdiera su supuesto marchamo “democratizador” a ojos de los españoles, confiados en que las veleidades golpistas hispanas desaparecieran tras la integración en su ámbito. Por cierto, España no accedió a la Comunidad Europea mientras no se incorporó a la OTAN como decimosexto Estado integrante, precisamente el 30 de mayo de 1982, tan solo 15 meses después de que el Parlamento de España fuera asaltado por uniformados armados de metralletas y secuestrados sus diputados electos.

Una renuncia a interpretar

Resulta indignante que la Ley de Secretos Oficiales, norma preconstitucional aún vigente aunque promulgada en 1968, que fue ideada entre otras causas para blindar de sus responsabilidades al franquismo cuando declinaba, no nos permita a los españoles de a pie saber la verdadera enjundia de aquel golpe, ni la sorprendente renuncia de Adolfo Suárez a la legítima jefatura del Gobierno.

Hasta aquel infausto 29 de enero de 1981 en que dimitió, Suárez la había desempeñado con desenvoltura y convicción democrática durante casi cinco años de mandato, el más largo en clave democrática de los habidos en la Historia española. Suárez justificaría su dimisión por su deseo de no ser él mismo un obstáculo para que “el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. No reveló quién le consideraba a él tal obstáculo.

Otras interpretaciones permiten barajar la posibilidad de que el abulense presidente del Gobierno dimitiera premeditadamente entonces, menos de un mes antes del fatídico 23 F, para restar argumentos a los golpistas, de cuyas conjuras ya tendría constancia por informadores internos. La anterior convocatoria en Lérida del golpista general Armada Comín a dirigentes políticos de derecha e izquierda sirvió a estos para informar a sus respectivos partidos de los planes que pergeñaba el antiguo preceptor del Rey y futuro Segundo Jefe de Estado Mayor del Ejército por imposición real, con la enemiga de Suárez, que se opuso sin éxito a tal nombramiento. Conviene recordar que el cargo de Segundo Jefe de Estado Mayor llevaba entonces adscrita la función de acopiar toda la información secreta y reservada con la que cada uno de los ministerios gubernamentales operaba. Si los departamentos eran n elementos, el SJEM sería pues el factor n+1.

El lector ha de saber que aquellas veleidades golpistas han desaparecido afortunadamente de las Fuerzas Armadas españolas en activo. Su obediencia a las leyes y su sujeción al poder civil son dos evidencias muy a tener en cuenta en una institución que tiene encomendada la defensa de la nación. La misma que, en el acomodo armonioso entre valores tradicionales y los democráticos de nuevo cuño, encuentra su razón de ser y su valía. Este ha sido, quizá, uno de los principales logros del sistema democrático. La seriedad del compromiso castrense lleva a las Fuerzas Armadas a desoír las estúpidas incitaciones insurreccionales procedentes de individuos que cuanto más gritan e insultan, más demuestran su irresponsabilidad a la hora de valorar la paz social de la que España goza en un mundo tan convulso como el nuestro. Y ello, pese a los numerosos problemas que la sociedad afronta y los políticos verdaderamente comprometidos con la democracia y la ciudadanía responsable tratan de solucionar.

RAFAEL FRAGUAS

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.

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