Lápices de colores

OPINIÓNLápices de colores

Rosa María Sánchez de Vega

Madrid, a 3 de marzo, de 2024

Dibujar nunca se le dio bien, al menos eso era lo que ella siempre decía. Había preferido colorear desde bien pequeña. Su mundo interior, era el de una niña triste, retraída; diferente a las demás y para evitar ser insultada o que se rieran de ella, a su madre se le ocurrió comprarle una caja de lápices de colores, para que ese mundo al que ella daba color, fuera precisamente eso… un mundo lleno de muchas tonalidades.
Su color preferido, el que más usaba y el que más gastaba era el azul. Sí; porque le servía para el cielo, cuando no estaba nublado y Candela siempre veía el cielo sin nubes, al menos nunca grises. Eso fue una de las condiciones de su madre; cuando colorease nunca usaría el gris, ni el negro.

—Pero mamá ni siquiera para este gatito tan mono.
—No hija siempre puedes pintarlo de color naranja; casi rubio como tú.

Colorear era un ejercicio que conseguía que se distrajera tanto, como para olvidarse de su tristeza  y pensase siempre en un mundo no oscuro. Esa era la intención de su madre. 

Candela coloreaba cada día, después de hacer los deberes y justo antes de cenar; en su habitación con la puerta cerrada, porque era la mejor forma de concentrarse; decía su madre, sin que hubiera ningún ruido. Y cuando volviera su padre de trabajar, habría de seguir cerrada porque el regresaba tarde y necesitaba descansar.

Candela sabía que esa noche volvería a cenar en la habitación; así terminaría de colorear aquél nuevo dibujo tan complicado.

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Por mucho que su madre se callase, a pesar del dolor, la voz de su padre se oía casi siempre a través de la pared. Y entonces Candela  desobedecía a su madre y cogía los lápices grises y negros, pintando todo el dibujo de ese color con tanto desorden y con tanta fuerza, que las lineas y los bordes que marcaban el dibujo, desaparecían formando lo más parecido a una nube; ahora sí, negra, y así seguía sin levantar el lápiz del papel hasta que la nube desaparecía formando un agujero, dejando ver la madera de su mesa. 
Sabía que su padre había pegado a su madre, cuando no se oía nada, ni siquiera un mínimo sonido. Después, algún ruido de los platos en la cocina que su madre limpiaba a buen seguro sujetando el llanto y aguantando el dolor. De fondo se oía la televisión.
Pasado un buen rato, su madre entraba a la habitación cuando sabía que Candela estaba acostada y ella fingía dormir. Entonces le daba un beso en la mejilla y alguna vez sentía una lágrima, que caía sobre su rostro.
Hasta al día siguiente en el que su madre se cubría el rostro con capas de maquillaje, y con una sonrisa triste le decía que colorease esos dibujos tan bonitos.

Así lo había hecho siempre, y conservaba todos los cuadernos a los que había ido dando color. Después de tantos años, había alcanzado una destreza y una soltura, que pintaba a la perfección trabajos muy complicados.

Un buen día, su padre dejó de pegar a su madre al volver del trabajo; simplemente Candela no cerró la puerta del todo como hacía siempre, y cuando regresó a ella para seguir coloreando, llevaba en su mano una pintura de  color rojo. 
A los pocos minutos, la policía se llevaba a su padre, que se dolía de un brazo del que sangraba abundantemente, mientras gritaba desesperado que su mujer, se había roto la nariz al escurrirse en la bañera. Para entonces los colores que Candela utilizaba, eran siempre los mismos: gris, negro y sobre todo el rojo.

Ahora Candela es ya mayor; su madre murió hace tiempo, y ella sigue dando color a los dibujos que las enfermeras le traen cada día. Siempre pide más pero solo pueden darle siete; uno por cada día de la semana. El dedo indice y el pulgar; sus yemas están prácticamente planas de tanto sujetar y apretar los lápices de colores.
Hoy pinta un  precioso arco iris.

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